Después de dos días de trabajo el camino hacia la tienda de animales había quedado memorizado en mi memoria, aunque en esta ocasión llevaba un peso adicional: el de mi maleta.
En el camino hacia la tienda de animales tenía la esperanza de poder encontrar a Chachito, el Golden Retriever que se había escapado de mi cuarto. Pero sabía desde un principio que el cachorro estaba ya muy lejos. Y sospechaba que la bronca que me iba a llevar en el trabajo no iba a ser pequeña.
Cuando llegué, para mi suerte, la tienda estaba vacía. Al entrar me acerqué al mostrador y en él encontré una nota:
“Loreen he salido por unos asuntos personales. Nos vemos a la vuelta de las vacaciones. Chang.”
Tenía tantas cosas en la cabeza que aún no podía imaginarme desde cuando tenía previsto el viaje los Thurmond, como para que Chang estuviera al corriente. Pero, si con fortuna había tan poca clientela como en los días anteriores, tendría el suficiente tiempo para ordenar mis ideas.
Iba a ser una jornada muy larga.
Londres es tan bello... Aún recuerda cómo veinte años atrás llegó de intercambio desde Minnesota a la casa de los señores Thurmond. Una familia adinerada que vivía a las afueras de la bella ciudad de Londres.
Dicha familia constaba de tres miembros: el matrimonio Thurmond, Thomas y Xantie, y su hijo Tom, que era tres años mayor que ella.
La primera vez que entró en esa casa, Angelina Robinson, a sus dieciocho años, nunca se habría imaginado que aquella familia acabaría siendo la suya. Y después de veinte años conociendo a Thomas y quince años casada con él, menos se imaginaba en la situación que llevaba viviendo desde hace meses.
Había salido a vagar sin rumbo por el barrio donde se encuentra su casa para pensar en su vida. En cómo ésta se dividía en dos partes: desde su nacimiento hasta que su marido conoció a esa gente y desde ese instante hasta hoy.
Los sentimientos que profesaba hacia Thomas habían ido empeorando del mismo modo en el que lo hacía la situación. Seguía enamorada de él pero esta, llamémosle, prueba a la que se estaban enfrentando estaba dejando a relucir la verdadera personalidad de ambos.
En ese mismo instante un zumbido proveniente de su móvil interrumpió el círculo de pensamientos que Angelina tenía en su cabeza. Extrajo el teléfono del bolsillo del pantalón y vio que se trataba de un mensaje de su marido: “¡¿Se puede saber dónde estás?!”. Miró la hora y vio como su paseo había durado más de lo esperado, dos horas. Ya eran las seis de la tarde. Por suerte su casa no le pillaba muy lejos de donde estaba.
Hace media hora en su casa...
La siesta que Thomas se había echado le había sentado de maravilla. Seguía nervioso pero, al menos, se sentía más descansado para un último intento de búsqueda antes de abandonar la casa.
Aún así, antes de empezar a buscar, decidió hacer una cosa. Cogió su móvil y marcó un número de teléfono. Fue una conversación larga, necesitaba poner al corriente a sus padres, contarle todo lo que había pasado durante esos meses por si ocurría algún imprevisto. Con esa gente no sabían a que atenerse y preferían tener a alguien que supiese de ellos y de sus hijos, por si acaso; porque a saber qué fueron capaces de hacerle a la familia de la niña... Y después de una emotiva despedida, Thomas colgó el teléfono.
Tras reponerse de la llamada, cayó en la cuenta de que había que preparar las maletas para la fuga.
- Angelina, ¿cómo llevas las maletas?
No recibió respuesta.
- ¿Angelina?
Enfadado ya de los berrinches de su mujer bajó a la cocina a buscarla, pero no encontró a nadie. De la cocina pasó a la sala de estar, de la sala de estar al despacho, del despacho al cuarto de los niños... Pero seguía sin aparecer. Del enfado pasó al miedo y cuando se recorrió toda la casa y seguía sin haber rastro de su mujer intuitivamente le mandó un mensaje.
A los cinco minutos de enviar el mensaje, Angelina cruzó el umbral de la puerta de la entrada y se encontró a su marido sentado en el suelo, a la espera de su llegada.
- Hola, Thomas. - Dijo seca, sin mostrar sentimiento alguna hacia él.
- ¡¿Se puede saber dónde estabas?! ¡Me había preocupado! -La cara de Thomas estaba roja del enfado.
- He salido a pasear...
No le dejó terminar la frase.
- ¡¿A pasear?! ¡¿Pero tú qué piensas?! ¡Tenemos que preparar las jodidas maletas y tú te vas a pasear! Me encanta...
- ¡¿Y tú que diablos haces?! ¡Que te eches una siesta tampoco ayuda mucho! ¡A ver si solo voy a ser yo la que pueda hacer las maletas, que en la hora y media que has estado durmiendo las podrías haber hecho!
A medida que avanzaba la conversación ellos también lo hacían. Habían ido andando desde la entrada a la sala de estar.
- ¡Angelina, tú a mi no me grites!
- ¿Ah, no?¡Yo no soy menos que tú! ¡Y si estamos en esta situación es por TU culpa! - Dijo enfadada. Ya no lo había podido aguantar más. Se arrepentía de lo que había dicho, pero era lo que pensaba.
Dicho esto, Thomas impotente y enfadado no hizo más que pegarle una bofetada a su mujer.
Ésta, atónita y sorprendida pues no se esperaba el golpe, se fue de la sala de estar no sin antes decir, vencida, en un susurro:
- Voy a hacer las maletas.
En cuanto salió de la habitación Thomas no perdió ni un segundo y emprendió la búsqueda del libro. Ya eran cerca de las 6 y media de la tarde y el tiempo se les echaba encima.
Buscó en lugares donde no lo había hecho antes, porque ya no se le ocurría dónde podría estar escondido. Tras buscar en la sala de estar y en la cocina se decidió a entrar en el despacho.
Era casi imposible que estuviera allí, pues la entrada estaba prohibida para sus hijos y para Loreen, los únicos con autoridad para entrar eran él y Angelina, pero muchas veces las cosas que buscamos están dónde menos esperamos.
Miró en estanterías, mesitas de café, detrás de cojines, cajones... Pero no encontraba nada. Desesperado echó una ojeada en su escritorio, en las cajoneras, encima de la mesa,... Finalmente abrió un cajón donde guardaba los documentos más importantes y acabó sorprendido. Él que era muy cuidadoso y ordenado lo tenía todo en su sitio y en orden para poder buscar con facilidad. Pero lo que encontró al abrirlo fue un leve desorden que tan solo él podría haber percibido.
Se atrevió a pensar lo peor, pero imaginó que su mujer era quién lo había abierto. Por lo que la llamó para asegurarse.
-Angelina...
...¡Angelina! ¡¿Dónde diablos estás?!
Se volvió a inquietar al no volver a recibir respuesta, pero tras unos segundos de nerviosismo oyó una leva llantina que provenía de su dormitorio. Y allí fue donde encontró a su mujer llorando, sentada al filo de la cama de matrimonio y con dos maletas hechas.
-Angelina... Mi amor... - Dijo con ternura a la vez que intentó dar un abrazo a su mujer. Pero ésta se apartó de su lado y , secándose las lágrimas, salió de la habitación.
Y es que tras veinte años juntos el matrimonio Thurmond se había ido a pique.