Capítulo 7
-Buenas tardes y gracias por su compra.
Suspira.
Cuando más tiempo necesita para pensar, todos los ciudadanos londinenses han decidido pasarse por la tienda para comprar comida para sus mascotas, por mirar animalitos...Todo sea molestar.
Tras una hora de entrada y salida constante de clientes, parece que mi momento ha llegado:
¡Empecemos con la investigación!
Cojo todos los objetos recopilados en los días anteriores que había guardado en mi bolso. Los coloco sobre la mesa y los enumero según el orden en el que los he obtenido.
Primero: El libro que mi padre me legó. Este ha obtenido una importancia mayor de la que tenía en estas últimas 48 horas.
Segundo: La carta que James, el amigo y compañero de aventuras de mi padre, me trajo al trabajo. Donde mi padre se confesaba y daba sentido al libro y a mi propia vida.
Tercero: El número de teléfono de James, que se ofreció a prestarme su ayuda siempre y cuando yo la necesitara.
Y, por último, el gran sobre que encontré en el despacho de Thomas. Lamentablemente este no lo tenía en mis manos pero, a la vuelta de las vacaciones, ya me encargaría yo de conseguirlo.
La clave de todo se encontraba en la carta. Si quería averiguar algo esto se encontraría en ese papel amarillento de caligrafía admirable que mi padre había escrito expresamente para mí años atrás.
Por mucho que leía y releía la carta la respuesta no se dejaba encontrar. Bueno, sí. Sí aparecía. Es más, la respuesta apareció ante mí en el mismo instante en el que descubrí el sobre que Thomas tenía guardado, pero una parte de mí quería olvidar ese detalle. Quería olvidar que no me habían adoptado. Estaba secuestrada. Porque ellos querían mi libro. Querían mi tesoro.
Las lagrimas recorrían mi rostro al ser consciente de ello, al evidenciar lo evidente. Cómo esas personas habían jugado con mis sentimientos, haciéndome creer que por fin, después de ese año de tortura, era importante para alguien, que alguien se preocupaba por mí, que alguien me quería. Que tenía una familia...
Pero si, como yo pensaba, quieren mi tesoro, tendrán que pasar por encima de mi cadáver. Si de verdad quieren mi libro, yo misma me encargaré de que no lean ni una sola hoja.
Ahora es cuando realmente van a saber de lo que es capaz un Yeatts.
La casa de los Thurmond se cernía sobre un caos total. Marido y mujer daban vueltas por la casa en direcciones contrarias y con objetivos también contrarios.
Angelina se había dado por vencida. El único objetivo que tenía en mente era salir de esa prisión en la que se había convertido su hogar e ir en busca de Loreen y sus hijos para escapar lejos de allí. Después de haberlo reflexionado, por mucho que se odiaba a sí misma, había decidido desentenderse del destino que Thomas se buscase. Él sería el que decidiera si quería, de verdad, seguir buscando el dichoso libro o escapar tan lejos como pudiese con su familia para mantenerlos a salvo. Muy en el fondo de su corazón, Angelina se decía para sí que él escogería la opción correcta.
Thomas, en cambio, seguía en sus trece. No se iría de allí. No sin antes haber cogido el libro. Él no era consciente de sus actos. Su única obsesión era tener el cuaderno en sus manos y entregárselo a sus demandantes. Algunos pensamientos surgían de cuando en cuando su mente diciéndole cosas, como que lo que hacía no estaba bien. Que no se dejara controlar por la obsesión que había surgido en su ser. Que se estaba metiendo en una venganza que no era la suya. Que nunca debió involucrarse. Pero era entonces cuando todos estos pensamientos se nublaban y Thomas perdía la cordura. Encontraría el libro, fuera lo que fuese.
Alzó su brazo izquierdo para mirar el reloj. Las 8 y media, se dijo Angelina. Habían quedado con Loreen entre esta hora y las 9. Tenía todo lo que necesitaba recogido, tan solo tenía que cargarlo en el coche. Giró su cabeza en dirección a la escalera con la esperanza de ver a su marido bajando rendido a su encuentro. Pero no fue así. Se sentó en el reposa-abrazos del sofá del salón. Derrotada. Así era cómo se sentía. Quería esperar unos minutos más por si Thomas bajaba para fugarse.
Y pasaron los minutos. Volvió a mirar el reloj, las 9 menos cuarto.
No podía esperar más.
Subió las escaleras. Un piso. Otro. Y allí lo encontró, donde horas antes ambos habían puesto patas arriba el desván de Loreen.
Su marido estaba tirado en el suelo, intentando arrancar los tablones de madera por si la niña había escondido algo bajo ellos.
-Thomas...
No obtuvo respuesta.
-Thomas, vayámonos. Loreen nos estará esperando ya... -Dijo Angelina con tono suplicante.
Seguía sin obtener respuesta. Se sentía como si estuviera hablando con una pared. Lo único que oyó fue el crujido de las tablas y un ruido que mostraba el esfuerzo y la fuerza que su marido estaba haciendo.
-¡Thomas, esto es inútil! No busques debajo de las piedras. Lo que no encontramos antes, no lo vamos a encontrar ahora.¡¿No has pensado que tal vez Loreen lleva encima el libro?!
Y eso fue lo que hizo que el hombre se despertara de su estado de inconsciencia.
-Tienes razón. -Dijo a la vez que se levantaba con prisas de donde se encontraba.- ¡Si vamos a la tienda se lo podremos quitar y volver a la casa para darles el libro mañana!
Su marido ya estaba saliendo de la habitación cuando Angelina lo cogió del brazo.
-Vayámonos. Lejos. Donde nadie nos pueda encontrar jamás. -Le decía, suplicándole con los ojos llorosos.- No quiero seguir viviendo esta pesadilla. Por favor, Thomas...
-Angelina, ¿no lo entiendes? ¡Estamos a punto de conseguirlo! Podremos vivir felices cuando le demos lo que quieren. -Su marido la sujetaba por ambos brazos, hasta el punto de hacerle daño.
Mientras lo pensaba, Angelina no podía dejar de mirarle los ojos. Algo se le antojaba raro. No la miraban como siempre. Su mirada se había vuelto fría, lunática... Estaba mirando a los ojos de un loco.
-No. Creo que tenemos diferentes visiones de la situación.
Su marido la soltó de un empujón.
-Allá tú. Luego no vengas a buscarme, porque no me encontrarás.
Se despidió fríamente y empezó a bajar con tranquilidad las escaleras. Y ella, donde la habían dejado, sufría un leve sollozo. Pero este no duró mucho tiempo.
De repente, sonó el timbre.
Thomas desde el descansillo de la escalera la miró sorprendido. Con una mirada le preguntó si esperaban a alguien. Ella incrédula lo único que se le ocurría era que Loreen se había cansado de esperarles y había vuelto a pie a casa. Miró la hora, las 9 y cuarto.
Tenía su lógica.
Bajaron juntos hasta el umbral de la puerta, con el objetivo de que la niña no sospechara nada de la situación.
Thomas fue el que abrió la puerta de la entrada.
-Buenas noches, señores. -Dijeron con una sonrisa malvada.
Hoy había trabajado lo que nunca había trabajado en mi vida. Por suerte, la media hora de relax que había tenido había sido fructífera. Había podido pensar en todo. Y el hecho de que hubieran habido tantos clientes también me había ayudado a no pensar demasiado en el tema.
Salí de la tienda y apenas eran las 9 y media. Incluso había tenido que cerrar más tarde de la cuenta, hasta que hubo salido el último cliente: un señor gordo con una barba muy abundante. Me reía nada más verlo, pues me lo imaginaba con un traje rojo. La posibilidad de que él fuera Papá Noel era muy remota. Reía para mí.
Llevaba preocupada media hora, pensando que los señores Thurmond estuvieran esperándome. Pero para mi desgracia no había nadie fuera, la calle estaba vacía. Habían elegido la noche más fría del año para dejarme tirada en mitad de la noche. Pero, ¿qué día era hoy? Miré mi teléfono, las 21:35, 16 de diciembre de 2009. ¡No me lo podía creer! ¡Quedaban apenas 2 horas para el día de mi cumpleaños! Después de todo lo sucedido habían perdido el sentido el tiempo y las horas. No podía creerme que hubiera olvidado mi propio cumpleaños, me sentía tonta por ello. Aunque con todo el frío que sentía lo que menos importancia tenía es que mañana fuera a cumplir 18 años. Una cifra más. Me senté en un banco a la espera de mi familia.
Miraba de un lado, al otro. Pero nada. No aparecían.
Las 10. Las 10 y media.
Algo había pasado. Ni siquiera me cogían el móvil.
Lo mejor sería irme a casa. Y así hice. Lo que no sabía era la sorpresa que me iba a encontrar allí.